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viernes, 22 de abril de 2011

Ran



TÍTULO ORIGINAL Ran

AÑO 1985

PAÍS Japón

DIRECTOR Akira Kurosawa

PRODUCTORA Greenwich Film Productions

GUIÓN Akira Kurosawa, Hideo Oguni, Masato Ide (Novela: William Shakespeare)

FOTOGRAFÍA Takao Saito, Masaharu Ueda

MÚSICA Toru Takemitsu

DURACIÓN 160 min.

INTÉRPRETES Tatsuya Nakadai, Akira Terau, Jinpachi Nezu, Mieko Harada, Yoshiko Miyazaki, Daisuke Ryu

SINOPSIS Esta brillante película de Akira Kurosawa mezcla con maestría la historia de Japón, la trama de Shakespeare y la visión de Kurosawa de la lealtad en esta obra de arte, RAN. Ambientada en el Japón del siglo XVI, el anciano líder Lord Hidetora (Tatsuya Nakadai) anuncia su intención de repartir sus tierras a partes iguales entre sus tres hijos. Esta decisión de su retiro genera una lucha de poder entre los tres, cuando Hidetora cae víctima de los falsos halagos de sus dos vástagos mayores, y destierra al menor cuando revela la verdad. La traición trastorna a Hidetora, destruyendo su familia y su reino. El fiel reflejo de los sentimientos humanos y una brillante interpretación hacen de RAN una de las películas más aclamadas de todos los tiempos.

PREMIOS Oscar 1985: Mejor vestuario
San Sebastián 1985: Premio OCIC
Círculo de Críticos de Nueva York 1985: Mejor película extranjera
2 premios National Board of Review 1985: Mejor director, película extranjera
2 premios BAFTA 1987: Mejor película extranjera, maqullaje

VALORACIÓN 9 (Grandes películas)


El material gráfico de esta película es de sus respectivos propietarios, distribuidora y productora.

2 comentarios:

  1. Crónica de un ocaso familiar

    Hacía casi treinta años que Akira Kurosawa no se acercaba a Shakespeare tras su personal versión de Macbeth en Trono de sangre (1957), cuando a sus 74 años de edad y basándose libremente El rey Lear, inicia el rodaje de Ran. Una amarga reflexión sobre la condición humana a través del trágico crepúsculo de una dinastía feudal devorada por su propio ansia de poder. Ocaso que se inicia cuando Hidetora, el septuagenario patriarca del clan Ichimonji, decide traspasar el mando del linaje a su primogénito Taro. No sin antes aconsejar a sus tres vástagos que la estabilidad de la hegemonía familiar depende de la unión entre ellos. Por ello, hace romper una flecha a cada hijo mostrándoles, de forma simbólica, la debilidad a la que se expone la estirpe si se separan, frente a la resistencia que ofrece un haz de tres saetas que los dos mayores son incapaces de sesgar. Sin embargo, el menor de ellos, Saburo, conocedor de la ambición de sus hermanos, lo quiebra violentamente con su rodilla demostrando la fragilidad de la decisión paterna. Hecho que desata la furia del anciano quien ordena de inmediato su destierro. Pero la premonición se hará realidad: Taro y Jiro se embarcarán en una virulenta lucha por ocupar la potestad del imperio familiar.

    Asimismo, el cineasta nipón dibuja una lúcida crónica sobre la redención y la culpa, la del propio Hidetora que, tras ser despojado de sus privilegios y, más tarde, diezmada su guardia personal durante la conquista de la fortaleza propiedad del exiliado Saburo, deambulará aturdido como un andrajoso vagabundo por los que fueron sus antiguos dominios. Áridos y grisáceos territorios que serán testigos de un lento descenso hacia la locura, encontrándose en el camino con algunas víctimas de su despotismo: caso de Tsurumaru, un joven a quien el denostado señor feudal ordenó arrancar los ojos cuando era niño.

    Sombría peregrinación en la que el anciano tendrá como compañía a su andrógino bufón Kyoami, una suerte de Pepito Grillo cuyas sagaces sentencias irán espoleando al enloquecido viejo. Y, a pesar de que se define como un ilustrísimo objeto de burla, será el único personaje que manifieste destellos de sensatez frente a ese conjunto aristocrático sumido en su propia estupidez. “En este mundo loco volverse loco es estar cuerdo”, exclama el pequeño histrión ante un enajenado Hidetora que, mientras recoge matojos al viento, implora perdón atormentado por sus atrocidades del pasado.

    Pero Ran no es sólo un minucioso compendio sobre las miserias de la naturaleza humana, sino también de las diferentes tipologías del amor: el filial, como el que siente Saburo por su padre, y que Kurosawa traza con un simple gesto: es el único hijo que tiene el acto reflejo de cortar las ramas de un arbusto y colocarlas, a modo de parasol, junto a su adormecido progenitor ante la impasibilidad de sus hermanos; el carnal, al que se entrega la manipuladora Kaede con su cuñado Jiro, tras enviudar de Taro, por mantener sus privilegios y satisfacer sus deseos de venganza contra la dinastía. Y el leal, el que profesan los vasallos hacia sus amos, caso de Tango por Saburo o del general Kurogane hacia Jiro.

    (...)

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  2. (...)

    Relato en el que, además de los conflictos morales y éticos, Kurosawa da cabida a los religiosos, centrándolos principalmente en el personaje de Sué, la mujer de Jiro, y cuya familia, como la de Kaede, padeció la crueldad de los Ichimonji. Sin embargo, al contrario que ésta, aquella ha aceptado desde un primer momento su adverso destino entregándose a la religión, postura que tampoco impedirá su fatídico sino. Desesperanza que el cineasta enfatizará, si cabe aún más, cuando al joven invidente Tsurumaru se le cae accidentalmente una imagen de Buda por el borde de una muralla, metáfora sobre la soledad del hombre a quien incluso sus propios dioses parecen haber abandonado.

    Pero además, Ran posee una deslumbrante concepción visual que navega, a partes iguales, entre la épica, la lírica y lo pictórico. Espectaculares secuencias de tropas cabalgando a través de las llanuras o atravesando ríos; interiores palaciegos bajo los que se urden conspiraciones; o los devastados entornos cuya sordidez amplifica el conflicto moral del longevo Hidetora. Composiciones enriquecidas, a su vez, por un cuidado manejo de variadas estrategias estéticas que acentúan visualmente los distintos aspectos de la narración: el lenguaje de los colores del vestuario que recalcan la personalidad de cada personaje -los dos ambiciosos hermanos mayores ataviados de amarillo y rojo, matices agresivos frente a la serenidad de los atuendos azules del menor; los tonos del arco iris en el ropaje del bufón; o las blancas indumentarias del anciano-; las tonalidades del propio paisaje: de las idílicas tierras verdes en la cacería inicial, cuando aún reina la calma en la dinastía; a los plomizos y desérticos parajes por los que vaga Hidetora. O la luminosidad de las propias atmósferas, caso en la secuencia del asalto al castillo de Saburo, punto de inflexión que marca el inicio del trastorno del viejo mandatario: su descendimiento por la torre principal engullida por las llamas, y su pausada salida del recinto amurallado ante los ejércitos que le abren paso, bajo una sombría neblina de ceniza y humo.

    Imágenes, por otra parte, subrayadas por un calculado uso del sonido y los silencìos alcanzando una gravedad mayor que la propia palabra. De hecho es un filme parco en diálogos respaldado por la sobria banda sonora de Toru Takemitsu (1930-1996), quizá el compositor sinfónico más destacado fuera de las fronteras niponas. Un autor cuya obra transita entre las influencias de creadores europeos de la talla de Mahler o Debussy y las armonías tradicionales de su país. Diversidad de registros melódicos que van desde la cadencia minimalista que interpreta Tsurumaru con su flauta hasta la solemnidad del movimiento orquestal que acompaña las escenas del mencionado ataque al castillo como única expresión sonora, ya que Kurosawa enmudece los estruendos que emanan de la batalla.

    Compleja geografía humana que se podría sintetizar en una sola frase. Esa que Kurosawa pone en boca del estrafalario bufón: “Todos los hombres nacen llorando, y mueren cuando ya han llorado lo suficiente”.

    (Carlos Tejeda: Kane3)

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